02 mayo, 2006



B.A.caciones

Hubo un tiempo en que la gente de Buenos Aires, familia y amigos, me escribían mails y me llamaban por teléfono para preguntarme cómo estaba, qué tal me iba y cuándo iba a ir a Buenos Aires para juntarnos. Desde hace un año, sin embargo, sólo me preguntan cómo está Facu, qué tal le ha ido a Facu y cuándo carajo voy a llevar a Facu a Buenos Aires para verlo…

Y como yo me debo a mi público, este verano decidimos con Yasna llevar a Facu a Buenos Aires. Teníamos claro que no iban a ser tanto vacaciones como una maratón de compromisos sociales, pero al fin de cuentas, lo habíamos pasado tan espectacular en Buzios que no necesitábamos más malditas vacaciones. En palabras de un menospreciado filósofo contemporáneo, Bon Jovi, “dormiré cuando esté muerto.”

Así que nos subimos a un vuelo de Aerolíneas con todo y bebé y llegamos a mi terruño el 14 de enero del corriente, siendo recibidos con honores diplomáticos: lluvia torrencial, truenos y relámpagos apocalípticos. Considerando que al salir, en Santiago el sol brillaba invicto desde diciembre, Yasna y yo nos miramos, nos encogimos de hombros y murmuramos a coro: “empezamos bárbaro.”

Menos mal que la Tiucha nos esperaba con un peceto a la cacerola con puré y esa salsa a la crema mágica que ella hace, así que pasamos el mal trago del tiempo con una buena panzada.

Al final no fue para tanto, siguió diluviando dos días más, y después el clima volvió a encontrarse dentro de los parámetros habituales para esa época en Baires, es decir, calores asfixiantes y humedad desbocada, que no ceden a ninguna hora del día ni la noche. Es decir, lo que habíamos ido a buscar…

Al día siguiente de llegar comenzó la organización del desfile de visitas que se avecinaba. Es inútil: aunque vaya tres meses a mi casa, el tiempo nunca alcanza para ver a todos los que queremos ver. Espero que los que quedaron para la próxima no se ofendan… hicimos todo lo posible, pero cuando empezamos a tener convulsiones y vimos que el bebé se balanceaba hacia atrás y adelante con la vista perdida, nos dimos cuenta de que era mejor bajar las revoluciones…

Al sexto día de estar allá, viajamos a Capitán Sarmiento, lugar de nacimiento de mi mamá, al cual yo no iba desde hace fácilmente 15 años, y del cual guardo muchos recuerdos muy lindos, así que la idea me entusiasmó de inmediato. El viaje se hizo un poco largo, pero llegamos bien. Allá nos recibieron mis primas Alejandra y Alicia, y nos sentamos a ponernos al día mientras Daniel, el marido de Ale, asaba un par de pollos.

Al ratito nomás de llegar se produjo la debacle: Facu volaba de fiebre. Comimos con un ojo mirando a la pieza donde lo habíamos dejado atorado de ibuprofeno, y después nos pusimos a rastrear a los dos pediatras del pueblo, con escasa suerte: uno estaba de guardia en el hospital del pueblo vecino y al otro no lo encontrábamos… Terminamos en el hospital público donde nos atendieron muy bien, pero resulta que el médico que estaba de turno tiene más fama como cantante de folclore que como galeno, por lo que nadie quedó muy convencido de su diagnóstico de otitis. Así que hicimos lo único lógico y racional que podíamos hacer en esas circunstacias: nos fuimos donde una curandera a ver si Facundo estaba empachado.

Esto por sí solo es un episodio digno de contarse. Ojo, no me malinterpreten, a mí toda la vida me han curado el ojeado y el empacho y puedo dar fe de que resulta, así que no hablo desde el escepticismo, pero la cosa fue muy bizarra… La sanadora en cuestión era una señora doble ancho que caminaba con dificultad y hablaba rapidísimo y con la boca medio cerrada, así que no le entendíamos un catzo.

Para mayor abundamiento, funcionaba con ese ritmo pausado típico de la gente de pueblo, así que iba a buscar las cosas que necesitaba para la curación de a una por vez. Primero fue a buscar el aceite y volvió. Después fue a buscar la sal y volvió. Después fue a buscar una corbata y volvió. Todo con unos pasitos diminutos y arrastrados que al parecer eran todo lo que le permitía su voluminoso cuerpo. Y todo el tiempo seguía con la charla que nosotros no podíamos entender, mientras Facu flotaba cerca del techo por la fiebre y Yasna y yo nos mirábamos tratando de controlar la ansiedad que hacía brotar un río de adrenalina por nuestras orejas.

Finalmente, los preparativos estuvieron completos y esta buena señora pudo comenzar la curación. No voy a relatar nada de los rituales allí realizados por dos motivos: primero porque pertenecen al dominio de lo mágico/religioso popular y deben ser preservados de ojos indiscretos; y segundo, porque me encanta hacerme el misterioso.

Al final, nuestro enano resultó estar un poco ojeado (nada raro considerando TOOOODA la gente que lo había mirado arrobada desde nuestra llegada) pero de empacho, nada. Seguí participando. La causa de la fiebre era otra, así que después de agradecerle a esta señora su ayuda, que fue prestada desinteresadamente, porque quienes tienen el don y los conocimientos para curar no pueden hacerlo para beneficio propio, nos fuimos a seguir rastreando al pediatra.

Al final lo encontramos. El tipo era un amor, y nos confirmó lo que temíamos: era otra vez el fucking enterovirus, por lo cual no había que preocuparse, sino aguantar hasta que se le pasara y evitar que se deshidrate.

Ya más calmados, fuimos a recorrer un poco el pueblo, que está mucho más lindo de lo que recordaba, y volvimos a la casa de Ale a tomarnos unos mates, ya más tranquilos. Allí nos esperaba la tía Delia, que le tejió una mantita espectacular al Facu cuando nació y no habíamos podido agradecérsela personalmente hasta entonces. Un par de horas después nos volvimos a Capital, como dicen los del pueblo, y llegamos reventados, pero contentos. Bueno, al menos yo. A los demás no les pregunté y Facu no habla, así que no hay voces disidentes.

Tres días más tarde era el cumpleaños de Facundo, y prometía ser apoteósico, así que decidimos hacerlo en la casa de mis viejos, que al no tener miles de metros cuadrados de terreno como la de mi hermano, nos obligaba a ser más conservadores con las invitaciones. Así y todo éramos como treinta.

La ocasión lo ameritaba, por lo cual pusimos globos y guirnaldas, y armamos dos mesas para acomodar a toda la tropa de invitados. Mi papá se levantó tempranísimo y puso un lechón entero a la parrilla: es que hay que cocinarlo lento para que quede bueno, así que se pasó toda la mañana parado junto a la parrilla, acomodando las brasas para mantener un calor parejo, en un despliegue de paciencia digno de Gandhi. La dedicación del asador tuvo su premio, porque sobraron las puras pezuñas y la cabeza… creo que nos comimos hasta la cola del pobre chancho.

A la tarde, después de un par de horas empujando el chancho hacia abajo con varias botellas de tinto, llegó la hora de la torta y la velita. Facu estaba tan excitado con tanta gente y tanto barullo, que a duras penas conseguíamos sostenerlo a upa para cumplir con el ritual de cantarle el cumpleaños feliz e intentar inútilmente que soplara su primera vela. De hecho nunca la sopló, así que su primo Martín se encargó de hacerlo por él.

Al final, después de que se fue todo el mundo y le dimos su última mamadera, el bebé cayó rendido, fulminado por el día más intenso de sus 365 de vida. Y menos mal, porque al otro día se iniciaba la tercera etapa de nuestra maratón: el viaje a la playa.

No es que lo necesitáramos, insisto: en Buzios habíamos tenido sol, arena y mar de sobra, pero yo quería llevar a Facundo a La Lucila, a que conociera el mar (uno con olas) en el lugar donde su papá veraneaba cuando era chico. Mi vieja nos había reservado una habitación en un hotel a tres cuadras del mar, así que nos levantamos temprano, nos subimos al auto prestado (de mis viejos), sentamos al Facu en la silla de viaje prestada (de mi sobrino) y partimos.

Llegamos sin novedad a la hora de almorzar, así que nos instalamos, bajamos a morfar unas empanadas y nos fuimos a la playa.

Es una suerte que no haya cámaras siguiéndome a todas partes: cuando me imagino a mí mismo empujando el cochecito vacío por la arena y haciendo malabares para que no se me caigan ni la sombrilla ni el bolso, me doy cuenta de la falta terminal de glamour de la situación. Como sea, estiramos nuestros toallones sobre la arenita y nos echamos cual lagartos a asolearnos. Facundo, por cierto, se dedicó a la degustación de arena. Me imagino que, si uno carece de dientes entre los cuales crujan los granitos, debe ser rica. Lo deduzco de ver cómo Facu se pasó los tres días que fuimos a la playa introduciéndose puñado tras puñado en su boca, a pesar de nuestros fútiles intentos de evitarlo.

Puedo sentirme tranquilo, eso sí, de que es mi hijo en cuanto al gusto por el mar: cuando lo llevaba a la orilla –a mojarse las patitas nada más; después de la tos resultante del piscinazo de año nuevo, ni cagando lo meto al mar- se moría de risa con las olitas y salía caminando hacia adentro… No veo la hora de poder tirarlo adentro a jugar con las olas.

La verdad, la escapada a la costa estuvo muy buena; esta vez nos tocó buen tiempo, disfrutamos la playa, paseamos y comimos como bestias. Llevamos a Facu a andar en carrusel (conocido como calesita en mis tiempos mozos) y en un trencito que recorre San Bernardo, y hasta le sacamos fotos con un hombre araña demasiado flaco para llenar el traje… Lo único malo es que tuvo gusto a poco. El tiempo vuela cuando uno se divierte y bla bla bla.

Al regreso nos quedamos en la casa de mi hermano y Facu se llevó muy bien con su primo de dos años y medio, Martín, que fue muy cariñoso aunque se puso un poco celoso. En cualquier caso, el pebete me decía Tío Arito y me pedía que lo llevara a hacer pis, lo cual me enternecía más de lo que un rockero tóxico y oscuro como yo debería estar dispuesto a admitir.

En fin, que las vacaciones se acababan y de descansar, un joraca. Así que para mantener la línea, el penúltimo día también hicimos un almuerzo multitudinario con excelentes tallarines caseros que amasó mi viejo y otro lote de amigos. Al otro día, y tras una lucha denodada para meter en una maleta y un bolso todos los juguetes que le regalaron a Facundo –a nosotros ya no nos regalan ni un paquete de porotos- enfilamos al aeropuerto y nos volvimos a Santiago.

Al llegar a casa y desarmar al maleta nos avivamos de por qué uno no debe poner nada de valor en una valija que salga o pase por Ezeiza: nos afanaron la cámara digital que estúpidamente coloqué entre la ropa. La cámara era bastante pedorra, lo admito, pero perder las fotos de la playa me dio mucha bronca. Además, la echo de menos ahora que Facu está amagando caminar, y no puedo documentarlo… Pero no hay mal que por bien no venga, así que aprovecharé la ocasión para comprar una mejor…

Estoy juntando la guita, y apenas hayamos comprado la casa, cambiado el auto y renovado el computador, voy y la compro. Justo para la graduación universitaria de Facu, creo yo.